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El General, por Rolando Rojas Rojas

El investigador principal del Instituto de Estudios Peruanos (IEP) Rolando Rojas comenzó a registrar las historias de personajes que conoció y que le parecen inolvidables. En esta ocasión comparte un relato muy humano, pintoresco y dramático como la vida y la política; que tiene además la virtud de permitir apreciar el contexto de la época del Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas liderado por el General del Ejército Peruano Juan Velasco Alvarado. 

El General

Todos lo conocimos como el General, pero solo años después nos enteraríamos de que se llamaba Florián Santucho. Era un cholo bajo, de espaldas anchas y piernas recias. Nació en las alturas de Castrovirreyna, en un pueblito perdido conocido como Laguna del Diablo. Sabemos que llegó a Lima de adolescente para cumplir con el servicio militar, ansioso –vaya uno a saber por qué– de marcharse de la casa paterna.

Llegó como todos, una tarde de mayo, a plantar sus palos y esteras en medio del arenal junto a su esposa y sus dos hijos. Era todavía un hombre joven, aunque por su piel curtida aparentaba más edad de la que poseía. Lo veíamos caminando de prisa, vestido siempre con uniforme de obrero y saludando cortésmente a las vecinas; a veces ensayaba un mohín coqueto con su característico quepí. Por entonces, la ciudad se expandía devorando las chacras, los cerros y las pampas desoladas que rodeaban el casco urbano.

En su época de recluta aprendió el oficio de electricista; por eso acostumbraba llevar en los bolsillos un desarmador y unos alicates. Su esposa era una arequipeña delgada, cohibida y diligente en sus labores de humilde ama de casa; apenas se le veía pasar con dirección al mercadillo y regresar cargada de comestibles. En cambio, sus dos hijos eran unos bellacos, pendencieros, peloteros y, sobre todo, expertos en atrapar alacranes y simular combates legendarios.

Desconocemos quién empezó a llamarlo General, pero existen varias versiones del hecho que determinó su devoción por Juan Velasco Alvarado, el caudillo militar que inesperadamente implementó la reforma agraria y programas sociales postergadas por muchos años. El suceso ocurrió durante la ceremonia de inauguración del servicio de agua potable de nuestro arenal, una tarde bajo el inclemente sol de febrero. Como muchos, Santucho asistió al recibimiento de la comitiva presidencial. Estaba en las últimas filas, con un pequeño cartel de bienvenida, cuando como impulsado por una fuerza imperiosa se abrió paso empujando a las señoras, a los niños y a los propios dirigentes que estaban en la primera línea.

Afirman que intentó —en vano— traspasar el cinturón de soldados que custodiaban al presidente, por lo que tuvo que gritar con todas sus fuerzas: “¡Mi general, mi general, soy un soldado de la patria!”. Versiones legítimas señalan que Velasco giró para mirarlo, vaciló un momento, pero finalmente se aproximó a él y le extendió la mano. El rostro del todavía Florián Santucho se iluminó e inmediatamente hizo el saludo militar: “Mi general, serví en Abancay, en el batallón de infantería”. Velasco le dedicó una sonrisa a modo de despedida y prosiguió su camino.

Ignoramos qué transformaciones se operaron en la consciencia de Santucho como consecuencia de dicho encuentro, pero a los pocos días la vecindad lo observó colocando sobre su choza un rústico pabellón nacional sujeto a un palo de eucalipto; y una tarde, sus esteras aparecieron pintadas con el perfil de Túpac Amaru, símbolo gubernamental de la reforma agraria.

No obstante, lo que perturbó la tranquilidad de los vecinos fue el estridente sonido del “Himno de la revolución”. Santucho había obtenido un viejo y potente tocadiscos que encendía todos los días a las siete de la mañana. De las rendijas de su choza de esteras salían expulsadas marchas militares, himnos revolucionarios y la voz áspera de Velasco pronunciando un discurso.

Desde su adhesión al velasquismo, Santucho dejó de comportarse como el vecino discreto de siempre. Se convirtió así en el asistente infaltable de las asambleas comunales, donde, en medio de las discusiones sobre cómo llevar adelante la kermés para recaudar fondos o cómo levantar las escuelas provisionales para no perder el año escolar, intervenía brindando su opinión y terminaba sus alocuciones lanzando vivas al general Velasco o coreando algún lema de la revolución militar.

La vecindad, carente de ideología política y preocupada más en organizar los torneos deportivos en el arenal que en las reformas del Gobierno, se tomaba con gracia las arengas de un excéntrico Santucho. Desde el fondo del local, se levantaban murmullos maliciosos, y fue en estas asambleas donde, de tanto invocar al general Velasco, la maledicencia popular le asignó el apelativo de “el General”. Iniciaba así su época de celebridad.

Junto con otros licenciados del Ejército, vecinos díscolos y velasquistas verdaderamente convencidos, Santucho concurría a los numerosos eventos oficiales. Con ocasión del Día de la Dignidad, el Día de la Bandera, el Día del Campesino, las Fiestas Patrias y a cuanta ceremonia era requerida la población, de nuestro arenal salía un grupo bullicioso presidido por Santucho portando pancartas y banderolas en apoyo al gobierno militar.

Durante el apogeo del régimen, y aunque Velasco nunca más volvió a visitarnos, Santucho proclamaba en las asambleas, en reuniones informales, en cumpleaños y bautizos, y hasta en los velorios las bondades de las reformas militares. En una época memorable de velasquistas fervorosos, destacó como un propagandista espontáneo y oficioso, pero fue sobre todo, junto con el malandrín del barrio y la meretriz jubilada, uno de esos personajes extravagantes que acompañaron nuestra niñez.

Después del derrocamiento de Velasco, cuando las lealtades políticas fueron cambiando, Santucho fue de los pocos que persistió en sus afanes. Aunque el pequeño grupo velasquista se disolvió paulatinamente, él mantuvo su quehacer proselitista, denunciando la traición de la nueva junta militar y profetizando el pronto retorno de un heredero, de un continuador de las reformas. Se convirtió en un hombre solitario, impermeable a los nuevos aires de la política criolla.

Canceladas las manifestaciones populares, la retórica revolucionaria y proscrita la efigie de Velasco, Santucho nunca olvidó las fechas claves del calendario velasquista. En particular, en los cumpleaños de Velasco encendía su tocadiscos, se vestía con su mejor atuendo y caminaba marcialmente en dirección al pampón donde izaba la bandera y entonaba el himno nacional. Era una marcha extraña y triste, a la que solo acudían sus dos avergonzados hijos, arrancados de nuestros juegos y obligados a secundar la vehemencia de su padre.

Con el tiempo, sus propios hijos lo abandonaron y desistió del izamiento de la bandera. Mantuvo siempre su quepí militar, pero los años fueron implacables con el General. Mientras el arenal experimentaba sucesos innovadores, se cubría de cemento y se levantaban los primeros edificios, él se fue empequeñeciendo, adquirió un caminar parsimonioso, casi fantasmal y, un buen día, dejó de encender su tocadiscos.

(Escrito en junio de 2022).

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* Rolando Rojas Rojas es candidato a Doctor por el Colegio de México. Licenciado en Historia por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM) posee una maestría en Historia y Diploma en Planificación y Gestión del Desarrollo Local en la UNMSM. También estudios de Literatura en la UNMSM. Algunas de sus publicaciones son: Tiempos de carnaval. El ascenso de lo popular a la cultura nacional (Lima: 1822-1922). Co-editor con Antonio Zapata y Nelson Pereyra, Historia y cultura de Ayacucho. Co-autor con Antonio Zapata, ¿Desiguales desde siempre? Miradas históricas sobre la desigualdad (2014). Campos de investigación: Cultura, política y sociedad en el Perú contemporáneo.

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Fuente: Publicado en la cuenta de Facebook de Rolando Rojas Rojas: https://www.facebook.com/rolando.rojasrojas.5 

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