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La ilusión de la igualdad, por Efraín Jaramillo Jaramillo

Efraín Jaramillo Jaramillo, del Colectivo de Trabajo Jenzera. Foto: Daniel Gómez, El Espectador.

Servindi, 23 de diciembre, 2022.- Es una enorme satisfacción publicar el ensayo que nos proporciona Efraín Jaramillo sobre la ilusión y la lucha –teórica y práctica– por  la igualdad y que se nutre de autores de diversas nacionalidades que enriquecen el análisis en sus diversas perspectivas, en particular la antropológica y sociocultural.

Con la modestia que lo caracteriza Efraín dice: “He querido con este texto dar a conocer algunos puntos de vista que aspiro ayuden a construir una versión dinámica de la historia, una historia que no es solo lo que ha sido, sino lo que ha llegado a ser”. Pero, su texto es enormemente enriquecedor.

Escrito como un aporte desde la historia y la realidad colombiana –que él conoce con bastante dominio– pero interpretada con una visión realista, abierta y humanista, es de suma utilidad para entender los conflictos sociales y políticos de otros países como el Perú, especialmente en estos momentos críticos en el que vivimos una crisis política activa. 

Jaramillo comparte de forma la visión del antropólogo canadiense Charles Taylor. Al respecto indica: “La política, que para politólogos es el resultado de enfrentamientos entre fuerzas antagónicas en el marco de la lucha por el poder, es para Taylor el producto de pugnas culturales no políticas —mejor: pre-políticas—, sin las cuales lo político no podría ser explicado”.

De igual modo, ilustra el concepto de una “sociedad decente” formulado por el filósofo israelí Avishai Margalit y que es central en su pensamiento.

“Para él una ‘sociedad decente’ es una sociedad que ha alcanzado un alto grado de desarrollo y civilización, en breve, una ‘sociedad civilizada’, cuyas instituciones no humillan a las personas sujetas a su autoridad y no les esquilman sus bienes; una sociedad civilizada en la cual sus ciudadanos no se agreden unos a otros” escribe Jaramillo.

“Las movilizaciones de indígenas y afrocolombianos en Colombia han sido mayoritariamente analizadas desde la perspectiva de luchas por la tierra. Pero más allá de demandas agrarias, la lucha de estos sectores ha tenido que ver con el deseo de ser reconocidos (...) como ciudadanos de una Nación” prosigue Jaramillo.

Si bien el texto esta vez no tiene conclusiones, inspira a la reflexión y debate, y nos quedamos con una frase: “la ‘Nación colombiana’ es un proyecto que no ha sido concluido. Es aún un horizonte en perspectiva de construcción, una meta por alcanzar. Que esto sea deseable no significa que sea una tarea fácil, que puede realizarse siempre y en toda ocasión”. ¡Provecho con la lectura!  

La ilusión de la igualdad

Por Efraín Jaramillo Jaramillo*

“…aun en los tiempos más oscuros tenemos el derecho a esperar cierta iluminación,
que puede provenir menos de las teorías, y más de la luz,
que algunos hombres y mujeres reflejarán en sus trabajos, y sus vidas…”

Hannah Arendt
“Hombres en tiempos de oscuridad”

23 de diciembre, 2022.- Igualdad y libertad han sido los lemas más recurrentes de todas las rebeliones del mundo. Lo fueron en la rebelión de los esclavos en la antigua Roma, como en el levantamiento popular de 1789 que condujo a la revolución francesa en la era moderna. Y también en la revolución de octubre de 1917 en la Rusia zarista. En América, las más conocidas fueron la revolución mexicana de 1910 y la cubana de 1959. Y en la época colonial el Levantamiento de los comuneros en 1781, que tuvo lugar en la Nueva Granada.

En el curso de los acontecimientos, la mayoría de las rebeliones fueron aniquiladas o fueron tomando, como la francesa un curso más definido. En palabras de Bernard-Henri Lévy:

“Una revolución no se hace en un día, ni en dos años. Es un acontecimiento de larga duración, oscuro, conflictivo, en el que los avances repentinos vienen seguidos de retrocesos desesperantes... [la francesa] fue una interminable revolución que tuvo que pasar por el Terror, la Reacción de Termidor, dos imperios y una Comuna ahogada en su propia sangre, antes de contemplar el nacimiento de la República definitiva.”

Aunque dio origen al liberalismo como sistema de gobierno, esta revolución todavía no ha terminado de abolir las desigualdades.

En el caso de la otra gran revolución, la rusa, de octubre, la negación de las clases sociales no condujo a la igualdad, tampoco a la libertad. “¡Toda la tierra para los campesinos! ¡Todo el poder para los soviets!”, había instruido Lenin. Pero, como dice Hannah Arendt, Lenin “consideraba a estos consejos de obreros, campesinos y soldados poderes transitorios para derrocar al régimen zarista, pues lo que verdaderamente importaba era establecer la dictadura del proletariado para la construcción del socialismo.” Así, de un plumazo, se borró lo que había sido un lema fundamental del levantamiento bolchevique. Además de esos objetivos ideológicos, Stalin emprendió también un programa de industrialización forzada que requería de una gran producción agrícola para alimentar a una creciente mano de obra industrial. Hoy, un siglo más tarde y después de la pérdida de varios millones de vidas campesinas, no existe ni igualdad, ni libertad para nadie.

En el caso de la revolución cubana, se lograron niveles de igualdad, garantizando salud y educación para todos los cubanos, pero nada más. Ha sido un largo proceso revolucionario de 60 años que aún no termina, pero languidece.

Mientras solo la iglesia sigue creyendo en la igualdad de todos los hombres —todos somos hijos de Dios y hermanos en Cristo—, las izquierdas latinoamericanas —las más ilustradas y menos ortodoxas— se aventuraron a un cambio de paradigma para movilizar a la población. Lo encontraron en el área de las identidades: culturales, étnicas, nacionales, de género, políticas, otras. Pero qué va, al clasificar a las personas en base a sus identidades particulares, consiguieron todo lo contrario. Aquello que parecía un terreno fértil, resultó ser un “campo minado”, una estafa que nos dividía. Por lo menos así lo advierte la reconocida intelectual feminista francesa Caroline Fourest. (1) Se trata de una

“fiebre identitaria —nos dice— que viene de izquierda y derecha por igual, creando “divisiones que alimentan a los opresores más violentos”. Exhorta, por lo tanto, a “…resistir a este populismo que nos pide juzgar a todos en base a las identidades…”.

Finalmente advierte que

puedes ser parte de una minoría, y al mismo tiempo ser un agresor, un tirano patriarcal y un violador. Si eres feminista, (debes) denunciar el sexismo sin importar quién sea el agresor. La cuestión no es la identidad sino lo que la persona hizo. Un varón puede ser feminista, los blancos pueden ser antirracistas, y, por el contrario, puedes ser negro y un agresor, puedes ser mujer y ser racista. Es la complejidad de los seres humanos.(2)

Ante tan confuso panorama, esa izquierda viene de regreso, retornando a sus dominios y poniendo de nuevo en la palestra, la lucha por una sociedad igualitaria.

Aunque en la arena política colombiana se habla siempre de la necesidad de abolir las desigualdades sociales y económicas al interior de la Nación, esto no ha ido más allá de ser un tema de campaña electoral. Ahora con la llegada de un político de izquierda a la presidencia del país, se ha puesto en la agenda política el tema de la igualdad, para lo cual se ha creado un ministerio que será dirigido por la vicepresidente afrocolombiana Francia Márquez. Este modesto ensayo discute este tema. Para ello me he apoyado en ensayos anteriores sobre temas relacionados.

*  *  *

Fue un notable acierto del antropólogo canadiense Charles Taylor, haber traído al debate político los conceptos de ‘multiculturalismo’ e ‘interculturalidad’, en el contexto de la problemática de los pueblos étnico-territoriales; y en especial, el haber advertido sobre los conflictos que se presentan en Estados multiétnicos cuando no se desarrollan “políticas de reconocimiento” de las diferencias culturales y étnicas. (3) Se trató de un enfoque diferente y novedoso. Y es que para esa época (1992) —15 años antes de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (2007)—, todavía no se enunciaba como ideal común de toda sociedad, la visión normativa de que pueblos de origen cultural diferente, requerían de un reconocimiento de sus particularidades culturales por parte de los Estados, a fin de posibilitarles la realización de sus proyectos de vida y garantizarles un futuro promisorio a sus descendientes.

Si bien la Constitución Política de 1991 reconoce a Colombia como una Nación multiétnica y pluricultural, la verdad es que ha sido escaso el desarrollo constitucional en esta materia, y los cambios que se pueden observar no obedecen, primeramente —contrario a lo que declaran los gobiernos— a orientaciones o políticas estatales de ‘reconocimiento’. La percepción que tengo es que los avances obtenidos han sino más el resultado de movilizaciones que realizaron los movimientos étnico-territoriales en los últimos años para defender sus derechos. Es conveniente recordar que se trató de movilizaciones que estuvieron marcadas por numerosos conflictos, a menudo violentos, con el Estado y otros actores económicos y políticos del país.

La prescripción normativa de que los grupos étnicos requieren un reconocimiento de sus diferencias es en la visión de Taylor, inaplazable, debido al nexo que existe entre ‘reconocimiento’ e ‘identidad’. Su argumento es que la identidad —entendida como la manifestación de las características que definen a un pueblo y lo diferencian de los demás—, se origina en un reconocimiento por parte del Estado y otros sectores de la sociedad. Es por lo tanto una construcción social que se define esencialmente a través del diálogo; en palabras de Taylor: “Mi identidad depende en modo crucial de mis relaciones dialógicas con otros”.

Con lucidez, Taylor percibió que un tema central de estudio de la antropología debía ser el de la identidad, para lo cual debían analizarse las condiciones de su formación en el cerebro humano, como un hecho individual, pero que adquiere dimensiones colectivas muy variadas: identidades étnicas, nacionales, religiosas, políticas, sexuales y otras más. Por esos estudios de la antropología hemos llegado a entender que identidades diferentes tienden a repelerse. No obstante, la necesidad de convivir lleva a los seres humanos a buscar un entendimiento —que Schopenhauer expresa en una bella y conocida parábola sobre los erizos: En invierno los erizos sienten la necesidad de encontrar calor. Se buscan para calentarse, pero al juntarse se causan heridas con sus puyas. Pero si se alejan estarán condenados al frío. Se ven entonces obligados a encontrar la distancia óptima, la separación más soportable para no hacerse daño sin sentir frío. Según Schopenhauer, los hombres, a semejanza de los erizos en invierno, se juntan por “la necesidad de la sociedad surgida del vacío y de la monotonía de su propio interior [...] pero sus numerosas cualidades repulsivas y sus insoportables defectos los dispersan de nuevo. La distancia intermedia que terminan por descubrir y en la cual la vida en común se hace posible, consiste en la cortesía y las buenas maneras”.
 

Taylor, de manera parecida es de la opinión de que ese entendimiento para hacer posible la vida en común, solo es posible alcanzarlo mediante el diálogo.

Debido a la gravitación que tienen los acontecimientos de los pueblos indígenas y negros para la Nación, no resulta algo menor continuar hablando y debatiendo sobre ‘multiculturalismo’ e ‘interculturalidad’ en los términos —‘lógica de las diferencias’—definidos por Taylor. Al sacar a la luz pública la importancia de la interculturalidad en naciones multiétnicas, provocó un sobresaliente debate sobre el desarrollo de la Nación colombiana, asunto que había estado opacado por la polarización política del país, pero que ha sido  una de las principales preocupaciones de los colombianos, particularmente de la urgencia de disponer de un relato sobre los conflictos étnicos, que ofrezca ideas para la superación de aquellos obstáculos que han impedido la construcción de una Nación intercultural, incluyente y democrática, que necesita Colombia; sobre todo un relato que reivindique la importancia que tienen las particularidades étnicas y culturales para la Nación colombiana. Veamos esto más detenidamente:

En el imaginario que existe sobre nuestra sociedad multiétnica y pluricultural, existe cierta definición dominante del ‘Otro’, del subalterno o minoritario —indio, negro, gitano, inmigrante, desplazado, homosexual, etc.— por los grupos en el poder; a la par que los grupos subalternos elaboran sus propias definiciones sobre los grupos dominantes. El ilustre antropólogo noruego Fredrik Barth desarrolló su teoría de las relaciones interétnicas sobre la base de que existen estas representaciones compartidas por ambas partes en lo que denominó la “Frontera étnica”. (4) Estas representaciones originaban determinadas relaciones y reglas de conducta entre grupos dominantes y grupos subordinados. Diferenciar a grupos humanos por sus características políticas, étnicas, culturales, raciales o religiosas, es una práctica bastante extendida en el planeta. No obstante, el argumento de Barth es que las fronteras étnicas no se trazan teniendo en cuenta estas diferencias, sino que las diferencias se imaginan, buscan o se inventan, en función de unas fronteras que ya han sido trazadas y que definen el tipo de relaciones sociales que se presentan en una sociedad multicultural. Serían especie de “fronteras constituyentes”.

Se trata, aclara Taylor, de relaciones sociales que involucran a dominantes y subordinados de manera diferenciada y desigual en varios campos, pero particularmente en la política y la economía. Al no tener igual acceso al poder y a los recursos materiales, se presenta una situación en la sociedad multiétnica, en la cual hay quienes ‘definen’ —incluyen o excluyen—, en breve, reconocen; y quienes son ‘definidos’ —incluidos o excluidos—, es decir, reconocidos. En una sociedad multiétnica así jerarquizada, se encuentran variadas formas históricas de interculturalidad en las cuales un grupo —el dominante— elabora el relato histórico oficial que define los códigos que deben regir a todos los miembros de una sociedad, mientras que los otros —los subordinados— le aportan a la sociedad, por ejemplo, la cocina tradicional, las artesanías, la música folclórica, los trajes típicos, muchas costumbres.

El conflicto se presenta, cuando los grupos subordinados no admiten más las valoraciones conexas a la jerarquía étnica establecida, ni aceptan las representaciones dominantes, aquellas que le asignan determinados roles al grupo dominante, por ejemplo, el de producir ministros, filósofos, científicos, políticos y empresarios, y a los subordinados, el de producir obreros, barrenderos, jornaleros y prostitutas”.(5)

Conectándose con los apremios de los subordinados —sobre todo pensando en sus connacionales pueblos indígenas de Canadá— Taylor plantea el reconocimiento de las diferencias culturales, como una necesidad humana que forma parte de la dignidad: “Un reconocimiento adecuado –nos dice–  no es tan sólo una cortesía que debemos a nuestros prójimos: es una necesidad humana vital”.(6)

La política, que para politólogos es el resultado de enfrentamientos entre fuerzas antagónicas en el marco de la lucha por el poder, es para Taylor el producto de pugnas culturales no políticas —mejor: pre-políticas—, sin las cuales lo político no podría ser explicado

El deseo de reconocimiento como lo establece Taylor, exige una aceptación con base en principios de igualdad y equidad, deseo y demanda de reconocimiento que devuelve el sentido de la vida y la dignidad de ser humano (7), y que es transformada en reivindicación por los grupos subordinados. Es por esa vía que las diferencias culturales se transformen en diferencias políticas. Aún más, son esas diferencias culturales las que están en el origen de —y potencian— las diferencias políticas. La política, que para politólogos es el resultado de enfrentamientos entre fuerzas antagónicas en el marco de la lucha por el poder, es para Taylor el producto de pugnas culturales no políticas —mejor: pre-políticas—, sin las cuales lo político no podría ser explicado: Las diferencias culturales no solo anteceden, sino que se encuentran en la razón de ser de ‘lo político’. Esto explica porque el campo de la política está sujeto a toda suerte de interferencias subjetivas, pues es el campo donde luchan por el poder  —por algo lo llaman ‘arena’—  “seres humanos, en esencia complejos y ambiguos, con cargas ideológicas, pertenencias culturales, pasiones, incertidumbres morales e intereses terrenales diferentes, que conducen a que el estado de democracia que construyen esté lleno de encrucijadas e incertidumbres, y las instituciones que crean para gobernar y administrar justicia sean frágiles, volátiles y cambiantes” (8).

Pero hay dos aspectos más del razonamiento de Taylor que ilustran el alcance que tienen sus planteamientos para el fundamento de las decisiones que toman los pueblos indígenas y negros.

El primero es que, en el curso del desarrollo de una política de reconocimiento, es preciso tomar distancia del liberalismo, una doctrina que, al privilegiar al individuo sobre la comunidad, desconoce a esta última como fuente y soporte de una identidad colectiva. Por esa vía el liberalismo elimina las diferencias culturales identitarias, en nombre de un ideal abstracto de individualidad. Aunque sus planteamientos son una crítica aguda a formaciones sociales que subordinan a culturas diferentes, excluyéndolas de la participación política y del desarrollo económico y social, no incurren en un rechazo a la democracia liberal. Por el contrario, solo en democracias liberales es posible desarrollar una política de reconocimiento que posibilite a los pueblos subordinados “difuminar” las fronteras étnicas y culturales, superando las diferencias políticas y sociales para construir un Estado liberal de derecho, democrático, secular, y respetuoso de los derechos humanos. Una situación, que es difícil de allanar en sistemas políticos autoritarios, o en contextos de polarización política, como la que se ha presentado en Colombia, donde las diferencias culturales ‘plurales’ —entiéndase ‘de muchos’— tienden a ser invisibilizadas, en el mejor de los casos, reducidas a diferencias ‘duales’.

El segundo aspecto tiene que ver con la crítica de Taylor a la tesis de que la política estaría por encima de las diferencias culturales. Una tesis que sugiere que es por la vía de la política, que se superan las diferencias y se alcanza el —igualmente abstracto— ideal de ‘bien común’.

Usualmente los grupos dominantes en Colombia perciben aquellas reivindicaciones crecidas de las “politizadas” diferencias culturales, como políticas fundadas en ‘resentimientos’, es decir, invocadas por derechos supuestamente ‘espurios’, como es el de exigir indemnizaciones por la esclavitud padecida; es decir reclamar ‘derechos a los cuales no tendrían derecho’ (9). Crece, sin embargo, un sentimiento a repudiar todo aquello que dificulte el reconocimiento, al que legítimamente aspiran los pueblos indígenas y negros. Y la indignación que causa en ellos la ausencia de reconocimiento, ha sido determinante para sus movilizaciones políticas. Ejemplos hay por decenas en el Cauca y otras zonas indígenas del país. Y en el Pacífico. El paro de Buenaventura (junio 2017) y los paros de Quibdó y Tumaco, son pruebas de esto. 

Pero miremos otros aspectos emparentados con este tema.

La necesidad de una “sociedad decente” es un concepto central en el pensamiento de Avishai Margalit. Para él una ‘sociedad decente’ es una sociedad que ha alcanzado un alto grado de desarrollo y civilización, en breve, una ‘sociedad civilizada’, cuyas instituciones no humillan a las personas sujetas a su autoridad y no les esquilman sus bienes; una sociedad civilizada en la cual sus ciudadanos no se agreden unos a otros (10). Para Margalit, semejante a lo planteado por Taylor en su filosofía del Reconocimiento, se trata de explorar un camino, que permita a los seres humanos vivir juntos sin lastimarse, sin humillarse, es decir, honrando la dignidad y respetando las pertenencias —materiales y espirituales— de todos. Este filósofo israelí sabe de qué está hablando, pues ha sido espectador de muchas crueldades y humillaciones en su Nación multiétnica.
 

En el mismo sentido se expresa la politóloga Judith Nisse Shklar. Para ella la erradicación de la humillación y la crueldad es un asunto de suma importancia. Más que una ‘sociedad justa’, cuya materialización puede llevar mucho tiempo, para ella tiene prioridad la construcción de una ‘sociedad decente’, que erradique la crueldad, y la humillación; una sociedad decente que posibilite el encuentro entre diferentes —y desiguales— sinceramente interesados en construir acuerdos sobre los procedimientos a seguir para alcanzar un equilibrio entre ‘libertad’ e ‘igualdad’, que son los ideales próximos a una ‘sociedad justa’.(11) Al igual que Avishai Margalit, esta humanista letona, también sabe de qué habla, pues perteneciente a una familia alemana de origen judío, experimentó en carne propia las crueldades y humillaciones del régimen Nazi.

Estas notas no serían comedidas con el pensamiento de todos estos humanistas aquí citados, si no reflexionáramos a la luz de sus enseñanzas antropológicas, filosóficas y políticas, sobre la situación histórica particular que vive el país; reflexionar sobre lo que estamos haciendo para terminar de pasar la página de la guerra e indagar sobre lo que sucedió y las secuelas traumáticas que nos dejó; en fin, juntar todas las historias para elaborar ese relato multicultural que nos ayude a construir una “sociedad decente”.

En un texto sobre Hannah Arendt, nos preguntábamos:

¿A cuántos colombianos no se les ha desarraigado de sus tierras por razones económicas, y humillado y mutilado sus vidas por razones raciales y culturales? Semejante a lo que vivió y sintió Hannah Arendt, ¿cuántos colombianos no han sido parias como ella, en su propio país, producto de ideologías totalitarias que les han usurpado el espacio público, excluyéndolos de todas las formas de relación interétnica, hasta el extremo de obstaculizar toda posibilidad de construir una sociedad justa?”(12)

El Estado colombiano modernizó su Constitución Política en 1991. Esta Constitución señaló un modelo de Nación que los colombianos estábamos convocados a construir. Según esta nueva carta política, Colombia, hasta ese momento definida como una Nación mestiza, es reconocida como multiétnica y pluricultural. La suerte estaba echada: Sin haber pasado por la mente de los Constituyentes las ideas de uno de los teóricos fundadores del socialismo europeo —el austromarxista Otto Bauer— el espíritu de la nueva Constitución retomó aquí uno de sus planteamientos:

“La Nación es una comunidad de destino” (Schicksalsgemeinschaft). Dice Bauer: “[…] únicamente el hecho de vivir y sufrir la comunidad de destino, [es] lo que crea la Nación. Comunidad significa, según Kant, interacción recíproca profunda. Solamente el destino vivido en interacción recíproca profunda y en constante relación mutua […interacción constante entre los compañeros de destino…] da lugar a la Nación.”(13) 

El concepto de “interacción recíproca” en la conformación de la Nación es medular: puntualiza que se trata de una construcción social, en la cual intervienen diferentes pueblos en calidad de “compañeros de destino”. Esta perspectiva abierta por Bauer, es precursora de la idea de interculturalidad y un planteamiento teórico importante en la búsqueda de la convivencia de diferentes culturas dentro de un Estado multicultural. Siguiendo el curso de estas ideas y aplicándolas a nuestra realidad colombiana, podemos derivar que la ‘Nación colombiana’ es un proyecto que no ha sido concluido.(14) Es aún un horizonte en perspectiva de construcción, una meta por alcanzar. Que esto sea deseable no significa que sea una tarea fácil, que puede realizarse siempre y en toda ocasión.

la ‘Nación colombiana’ es un proyecto que no ha sido concluido. Es aún un horizonte en perspectiva de construcción, una meta por alcanzar. Que esto sea deseable no significa que sea una tarea fácil, que puede realizarse siempre y en toda ocasión.

Después de entender el “desacierto”, que según algunos constituyentes se había cometido al haber concedido demasiados derechos, el Estado intentó bajarle el perfil al reconocimiento que le había dado la Constitución a sus pueblos indígenas y negros, y otras diversidades. Pero ya era tarde. Estos pueblos no estaban dispuestos a dejarse arrebatar fácilmente los cambios que originó la nueva Constitución Política, cambios que han sido de una importancia notable, pues esas identidades culturales, antes diversidades subvaloradas y descalificadas por reivindicar órdenes económicos colectivos, gobiernos autónomos y tradiciones culturales diferentes, se volvieron sujetos de protección constitucional. De allí que los pueblos indígenas y afrocolombianos defendieran con ahínco ese concepto de Nación definida por la Constitución. Ya Colombia no era más una Nación que debiera rendirle culto a una sola tradición, cultura, lengua y religión; una idea de Nación homogénea heredada de España y modelo a seguir, preferido por sectores ultraconservadores. Las cosas habían cambiado y la cuestión étnica se había tornado en uno de los más importantes y complejos desafíos socio-políticos para el Estado.

Algo perturbador de esta ‘acción de reconocimiento’ del Estado hacia sus grupos indígenas y negros es que, aunque a menudo nos enredamos y trastabillamos al caminar junto a esos ‘compañeros de destino’, para conformar la Nación que imaginaron los constituyentes, los colombianos discutimos a toda hora y en muchos espacios, estos temas que antes eran asuntos de intelectuales. Lo importante, sin embargo, es que no son discusiones teóricas, sino debates sobre lo que vemos en la calle: rostros, lenguas, ideas, atuendos diferentes, en fin “gentes de piel y creencias de otro color” (Elina Malamud). Y es desde esa perspectiva, que podemos —según Hannah Arendt— “esperar cierta iluminación.”  
 

Hannah Arendt, nacida Johanna Arendt fue una escritora​ y teórica política​ alemana, posteriormente nacionalizada estadounidense, considerada como una de las​ filósofas más influyentes del siglo XX y a quién Efraín Jaramillo profesa especial afecto. Escribió “A Hannah Arend con amor”

Especialmente favorecidos por este reconocimiento fueron los pueblos negros, que conscientes de que su futuro dependía de sus territorios, iniciaron un proceso de movilización para hacer valer los derechos territoriales que les entregaba la nueva Constitución. Los logros de su movilización no se dejaron esperar y el Estado expidió títulos sobre buena parte de sus territorios ancestralmente ocupados en la Región Pacífico. El Estado reconoció así —y mostró voluntad para saldar— la deuda histórica que tenía con ellos. Desarrollos políticos posteriores —a los cuales nos referiremos enseguida— desinflaron el entusiasmo de este “reconocimiento”, que recibió el nombre de “apertura”: la Constitución colombiana —literalmente— había “abierto” las puertas de la Nación y acogía a todas las culturas y pueblos excluidos. Dos procesos que se desarrollaron simultáneamente, dieron al traste con las bondades de ese reconocimiento constitucional.

El primero: A la vez que ocurría esa ‘apertura’ étnica y cultural, el gobierno de Cesar Gaviria promovía una ‘apertura económica’ para sintonizar al país con las doctrinas neoliberales por esa época en boga. La Nación dejaba así de ser un tejido social diverso, multiétnico y pluricultural, que conviene las formas de Estado, del desarrollo y de la convivencia. Y en abierta contradicción con el espíritu de los constituyentes, que pensaron para Colombia un reordenamiento territorial, que obedeciera a criterios históricos, geográficos, ambientales, ecológicos, culturales y étnicos, el Estado impulsó un ordenamiento territorial con inversiones centradas en macro proyectos extractivos, agroindustriales, hidroeléctricos y de vías de comunicación. Estas inversiones, en las cuales participa capital transnacional, pero también dineros provenientes del narcotráfico, modificaron las articulaciones locales, transformando las dinámicas económicas y culturales de las regiones. Sólo unos pocos pueblos que vienen oponiéndose al desplazamiento, podrían salir bien librados del despojo y pérdida de control territorial. (15)

El segundo: Aún estaba fresca la firma de los títulos de propiedad colectiva sobre sus territorios y las comunidades negras no habían terminado de tomar posesión de ellos y de fundar sus órganos de gobierno creados por la Ley 70 de 1993  —Consejos Comunitarios—, cuando empezaron a ser desplazados violentamente de sus territorios (16), arrebatándoles su disfrute, y sobre todo, la posibilidad de continuar desarrollando el proceso de reconstrucción y ‘descolonización’ de sus vidas en esas selvas de cuantiosas riquezas ambientales, a las cuales habían atado sus vidas, después de huir de la esclavitud. Con un inconveniente adicional: se ocasionó un proceso de ruptura con un modelo intercultural, ensayado durante varias décadas de interacción con ambientes y pueblos indígenas Embera y Wounaan, Tule y Awá, de los cuales habían aprendido las artes para manejar la selva y el río, y con quienes compartían territorios y recursos.

Otro perjuicio adicional a la pérdida de entendimiento y ruptura del tejido social interétnico, es la alteración que sufrió la gobernanza propia de las organizaciones, como resultado del reclutamiento forzado de jóvenes por los diferentes actores armados. Se trató de un reclutamiento por medio del cual estos actores subordinaban a las autoridades de las comunidades, o las desplazaban de sus funciones de gobierno, instaurando otras formas de autoridad, más proclives a sus intereses económicos de extracción de recursos o apropiación de las rentas del narcotráfico.

Momentos dramáticos comenzaron a vivir las comunidades negras, cuando los desplazados —las víctimas—, en virtud de estos reclutamientos, terminaron siendo ‘victimarios’ y ejecutores de desalojos y desplazamientos violentos, perdiéndose de esa manera la identidad, el sentido de pertenencia a un colectivo y la solidaridad entre paisanos. Un dirigente negro del Pacífico lo expresaba así:

“Los hilos secretos de las tramas de la guerra en Colombia, una de las tantas a las que los afrodescendientes han asistido con banderas que parecen propias, están haciendo de ellos asesinos o asesinados, desplazados o desplazadores, pero en cualquier caso víctimas, abriendo la posibilidad de nuevas heridas y de un reciclaje constante y eterno de los odios”(17)

En la medida en que se intensificó el conflicto armado interno en los territorios colectivos, los grupos armados –regulares e irregulares– desconocieron a las organizaciones de indígenas y negros, obligando a sus integrantes —en no pocas ocasiones— a participar de las contiendas armadas, a prestar apoyo logístico o a suministrar alimentos, quitándoles el resquicio de autonomía que todavía les quedaba.

Para vergüenza del Estado, que no cumplió con su misión de proteger a la población nativa, que había “reconocido constitucionalmente”, las múltiples violencias ahogaron en sangre el sueño democratizador que inspiró la Constitución Política de 1991. La vergüenza es aún mayor: según investigaciones o resoluciones procedentes de diversas fuentes  —relatorías de Naciones Unidas, Misiones de Observación, Corte Interamericana, Corte Constitucional colombiana— existen indicios de que estas graves violaciones de los derechos fundamentales de los pobladores indígenas y negros del Pacífico, registradas por los actores armados como “efectos colaterales” de enfrentamientos armados, tuvieron objetivos propios e independientes del conflicto armado interno. En efecto, el desarraigo territorial de la población afrocolombiana, indígena y campesina de la región, fue un objetivo más, y no una consecuencia inevitable de la guerra.(18) 

el desarraigo territorial de la población afrocolombiana, indígena y campesina de la región, fue un objetivo más, y no una consecuencia inevitable de la guerra

¿No es una forma de crueldad contra una población —la más vulnerable de la sociedad— que el Estado “dilapide”, o le esquilme los recursos destinados a su salud? ¿No son actos humillantes a un pueblo, que infantes indígenas mueran por desnutrición? ¿Puede haber episodios más denigrantes de la condición humana, que niñas indígenas de corta edad, pongan fin a sus vidas para huir de condiciones inhumanas de trabajo? ¿No es acaso una forma de discriminación el acoso a los diferentes? Podríamos seguir enumerando los muchos ejemplos de envilecimiento de la naturaleza humana, que apremian, a que prioricemos la construcción de una ‘sociedad decente’, que erradique la crueldad, la impudicia, el irrespeto y, sobre todo, la ‘humillación’, un concepto que para el pensador alemán Axel Honneth, es la negación del reconocimiento por parte de los otros —de la sociedad—. (19)

A diferencia de lo que piensan marxistas y liberales, a los seres humanos no los mueven solo intereses materiales. El sentido íntimo de muchas luchas políticas ha sido el deseo de que sus derechos sean reconocidos. Las reflexiones de Charles Taylor sobre el ‘reconocimiento multicultural’ y las de Axel Honneth sobre el ‘reconocimiento social’, son ilustrativas al respecto. Estos pensadores comparten con Hannah Arendt la insistencia de reconocer la importancia y el significado de la libertad ciudadana en las revoluciones políticas. Las movilizaciones de indígenas y afrocolombianos en Colombia han sido mayoritariamente analizadas desde la perspectiva de luchas por la tierra. Pero más allá de demandas agrarias, la lucha de estos sectores ha tenido que ver con el deseo de ser reconocidos, no sólo como un número, una cifra estadística en el censo demográfico, sino como ciudadanos de una Nación.

Para finalizar quisiera dejar en el ambiente una cuestión que a muchos inquieta. Y es que, siguiendo la reflexión de Judith Nisse Shklar, ¿no sería más inteligente pensar en abordar —desde ya—, la construcción de esa ‘sociedad decente’ formulada por Avishai Margalit, antes de acometer la construcción de una ‘sociedad igualitaria’, que es una empresa que podría durar muchos años y cuya realización presupone la existencia de un Estado competente, con capacidad y disposición (20) para contener los poderes de in-decentes, abusadores, humilladores, crueles y corruptos que han impedido la construcción de una ‘sociedad justa’?

He querido con este texto dar a conocer algunos puntos de vista que aspiro ayuden a construir una versión dinámica de la historia, una historia que no es solo lo que ha sido, sino lo que ha llegado a ser.

Para terminar, este texto no tiene más conclusiones, que aquellas que están implícitamente enunciadas. Sacar más conclusiones es una labor que dejo a ustedes, amables amigos. En vez de esto y a manera de epílogo, traigo a colación unas palabras del escritor Václav Havel, militante comprometido con la democracia en su país —anterior Checoeslovaquia—, que participó de las luchas que pusieron fin al férreo régimen comunista impuesto por la Unión Soviética. Dice Havel: 

Estoy convencido que no podemos construir un Estado de derecho ni un Estado democrático, si es que no construimos…  —aunque ello suene poco científico en los oídos de los politólogos— un Estado humano, ético, espiritual y cultural. Las mejores leyes y los mecanismos democráticos mejor concebidos no nos pueden entregar nada… si todo eso no está garantizado por determinados valores sociales y humanos”. (21)

 

Notas:

(1) Caroline Fourest: Generación Ofendida.

(2) Entrevista a Caroline Fourest: ELTIEMPO.COM

(3) Charles Taylor: “El multiculturalismo y la política del reconocimiento”, FCE, Madrid 2003.

(4) Fredrik Barth: “Los grupos étnicos y sus fronteras. La organización social de las diferencias culturales” (1969).

(5) Espero haber citado correctamente a mi maestro y amigo canadiense, el antropólogo Pierre Beaucage. A el debo la ilustración que hago sobre este tema.

(6) La Corte Canadiense de Derechos Humanos censuró en 2017 el sistema de internados forzosos para niños indígenas, creado hace más de un siglo y administrado por la Iglesia anglicana, otras iglesias cristianas y la Iglesia católica con el fin de alejarlos de sus hogares y obligarlos a hablar inglés o francés para asimilarlos a la cultura canadiense. Ver: Leopoldo Villar Borda, “La cara oculta de Canadá”, El Tiempo, Bogotá, 11 de marzo 2018.

(7) El “doble carácter de la igualdad y la distinción” que, según Hannah Arendt, sólo se materializa reconociendo el factor democrático por excelencia, que es la ‘pluralidad humana’: “La Condición Humana”, 1993.

(8) Jaramillo, E. “Eclipse de los partidos políticos indígenas”. http://jenzera.org/web/?p=3323 

(9) Para Hannah Arendt ser reconocido como ciudadano implica "el derecho a tener derechos". 

(10) Margalit, Avishai: La sociedad decente”, Ediciones Paidós, 2010. 

(11) Shklar, Judith: Los rostros de la injusticia”, Barcelona: Herder, 2010. 

(12) Jaramillo, E. A Hannah Arendt con amor: https://www.servindi.org/actualidad/89072

(13) Bauer, Otto: “La cuestión de las nacionalidades y la social democracia.” México, Siglo XXI editores, 1979.

(14) “El problema de la imagen de Colombia como Nación se complica con las ambivalentes características de los mismos colombianos. Además de su tendencia reciente a ser los primeros en subrayar los aspectos negativos del panorama nacional, los colombianos continúan exhibiendo diferencias fundamentales en cuanto a clase, región y, en algunos casos, raza. Es por lo tanto un lugar común decir y los colombianos son los primeros en afirmarlo que el país carece de una verdadera identidad nacional [...] por lo menos si se compara con la mayoría de sus vecinos latinoamericanos.” David Bushnell: Estudiando a Colombia. LD del Tiempo, 1/12/2007.

(15) En mayo 2018 tuvo lugar una tercera fase de la Escuela Interétnica, donde jóvenes negros, indígenas nasa, indígenas eperara siapidaara y campesinos de ocho ríos del Pacífico, reflexionaron sobre fórmulas idóneas y estrategias comunes para blindar sus territorios colectivos de estas amenazas. Esta Escuela Interétnica empezó con las comunidades de la cuenca del río Naya, después que en abril del 2001 un grupo paramilitar realizara una masacre que cobró la vida de cerca de 50 indígenas, negros y campesinos y expulsara de sus tierras a un centenar familias. Ver: “García Hierro, P. y Jaramillo J., E.: El Pacífico colombiano. El caso del Naya. Informe 2, IWGIA 2008.  

(16) Sucedió en el Bajo Atrato: en 1996 se entregó el primer título colectivo de tierras a las organizaciones negras de la zona e inmediatamente después fueron desplazadas. Sucedió también con las comunidades negras del Baudó diez años después: recibieron su título el 23 de mayo de 2007 y fueron desplazadas pocos días después, el 4 de junio.

(17) Carlos Rosero: “Los afrodescendientes y el conflicto armado en Colombia: La insistencia en lo propio como alternativa.

(18) A partir de los años noventa, irrumpe en la región una nueva clase empresarial, ansiosa por invertir recursos provenientes del narcotráfico en tierras, ganadería, proyectos agroindustriales, extracción de recursos y otras industrias, que han contribuido a desarraigar a la población nativa. Por otro lado, la llegada de actores armados ilegales —paramilitares y grupos insurgentes—, interesados coincidentemente con estos empresarios, en modificar la estructura productiva de la región, desestabilizó aún más las economías familiares y terminó de arruinar la ya debilitada institucionalidad de la región. Ver: El Pacífico colombiano…, op. cit.

(19) “El hombre despreciado, humillado, sin reconocimiento, pierde su integridad, sus derechos, su autonomía personal y su autonomía moral”. Ana Fascioli: “Humillación y Reconocimiento. Una Introducción a la teoría crítica de Axel Honneth”).

(20) Para Shklar, son las propias instituciones y quienes las dirigen, los que tienen la capacidad de infligir daños al estar en sus manos los instrumentos de coerción e intimidación.

(21) Václav Havel: “Política como ética practicable”.

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* Efraín Jaramillo Jaramillo es antropólogo colombiano, director del Colectivo de Trabajo Jenzerá, un grupo interdisciplinario e interétnico que se creó a finales del siglo pasado para luchar por los derechos de los embera katío, vulnerados por la empresa Urra S.A. El nombre Jenzerá, que en lengua embera significa hormiga fue dado a este colectivo por el desaparecido Kimy Pernía.

 

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