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Tres relatos cortos de José Luis Aliaga Pereira

Servindi, 21 de noviembre, 2021.- Compartimos tres relatos cortos –uno de estos es un cuento delirante– de nuestro colaborador José Luis Aliaga Pereira, que en sus exploraciones temáticas nos reafirma que se afianza en el oficio de escribir.

“El oficio de la escritura no es esa brujería fantasiosa que nos han vendido las películas. Porque la vieja y noble maestría de juntar palabras exige tiempo y soledad y silencio y rutina”.

Así lo indica Jonathan Martínez, reseñando las ideas de Norman Mailer expuestas en una entrevista con Steven Marcus, y que recoge en un artículo sobre el oficio de escribir.

“Escribir es una disciplina que se aprende y se enseña. Es un repertorio de técnicas y costumbres que nos sirven para construir frases y personajes y mundos. Que nos hacen pensar y reír y llorar. Es un trabajo que nos quita el sueño. Pero que nos permite soñar” concluye Martínez (ver en https://www.kamchatka.es/es/oficio-de-escribir). 

Por estos motivos es que nos alegra y complace que desde Celendín, provincia rural de Cajamarca, nos lleguen escritos sociales y a veces muy personales de Aliaga Pereira, que siempre es un gusto compartir cada fin de semana.

 

CELENDÍN:  Un día al inicio de la "cuarentena", por la pandemia (relato)

Por José Luis Aliaga Pereira*

POR LAS CALLES DE LA CAPITAL de nuestra provincia, caminé despacio y un poco triste. Eran las seis y treinta de la tarde. La tristeza que tuve y aún tengo ingresó a mi espíritu de la misma forma en la que mis pies empezaron a caminar, lentamente, sin que mi voluntad haya intervenido para ello. Seguro que las noticias llegadas del exterior (Italia, España, etc., disculpen por el etcétera) hicieron mella de tanto machacar. Mucho más las informaciones de una aparente guerra bacteriológica y las declaraciones de algunos que hablan que en el mundo ya somos muchos y que los ancianos deben desaparecer. ¿Qué es lo que nos pasa? 

Un niño y su padre avanzan por el Jr. Cáceres. El niño lleva puesta la mascarilla, emocionado; camina abanicando los brazos. Su voz, a la distancia, se escucha cantarina. El padre sostiene dos baldes medianos, uno en cada mano. El niño, cambiando el tono de su voz, como si solicitara un enorme favor, me dijo: - ¡Señor! ¡Compreme pue', un poquito de leche!. 

El hombre no dijo nada. La voz del niño sonó muy triste. ¿Qué estará pasando en su hogar? ¿a quien venderán la leche si ni siquiera pueden salir?, me pregunté. Sus pasos también eran tristes, inseguros. 

Subí por el Jr. Pardo mirando cómo el tonto semáforo, sin que haya tráfico, continuaba controlando el tránsito: Rojo... anaranjado... verde. 

Llegué a la Plaza Mayor. A media cuadra, casi a la altura del Jr. 2 de mayo, subidos en la tolva de un vehículo 4X4, color verde, que se encontraba estacionado, varios policías y serenazgos, junto al amigo que dirige las cámaras de los "Periodistas de a Pie", me miraron pasar, no dijeron absolutamente nada; luego, se retiraron a continuar su labor informativa y de control. Faltaba hora y media para que se inicie el toque de queda.

En la Plaza Mayor serenazgos, cubiertos la boca con mascarillas, caminaban sin el aire de antes. No había alegría en sus caras. Sus ojos parecían ojos de culpables, como si estarían cometiendo algo malo. Los días viernes la plaza era otra. Al momento de tomar la fotografía que acompaña esta nota, alguien recitaba un poema que hacía más triste el ambiente. Era una grabación que llegaba desde el mini mercado, al costado del local municipal. La música, me pareció, no era la adecuada, el poema tampoco. Por primera vez, en el parque principal de la ciudad, escuché el trinar de unos pájaros que no pude ver y que solamente escuchaba en las madrugadas, cuando solía correr.

Tomé la fotografía y me retiré. Los cuidados que tengo al salir de casa no son extremos, pero son.

La niña de mis ojos (cuento)

AMANECÍ CUBRIÉNDOME los ojos con las manos; asustado, con la respiración acelerada. Soñé que en mi vida se había cruzado un enano jugador de lanzas y armas de fuego. En una de sus travesuras, el paticorto, creyéndose cupido, atravesó, con una de sus flechas, mi ojo derecho y quedé así para siempre.

Creo en la suerte. Creo en el refrán que dice: "Unos nacen con estrella y otros, estrellados”. Creo en los horóscopos. Creo en la lectura de naipes y líneas de la mano, sobre todo cuando lo hacen las gitanas.

Cuando leo el periódico del día, lo primero que hago es ir a la sección de pasatiempos. Hubo coincidencias y gané varias rifas en el colegio apostando al número de suerte que me sugería el diario. 

La pasé muy bien con mis amigos cuando vestí con el color de ropa que me indicaba el tarot. También me libré de las aves de malagüero cumpliendo, a pies juntillas, lo que me advertían estas lecturas que emocionaban mi espíritu.

Como todo tiene su tiempo, el mío llegó con el sueño de aquella noche de miércoles de ceniza, en plena celebración del carnaval.

Conté el sueño a mi familia pero nadie le dio importancia. Compré todos los periódicos del quiosco de la esquina pero allí mi horóscopo no advertía nada de lo que había soñado. ¿Cómo iban a decir algo los diarios si son muy generales en sus lecturas cuando de adivinar la suerte se trata? ¡Los sueños son otra cosa, son personales, son anuncios malos o buenos, son verdades contundentes de las cuales puedes escapar siempre y cuando sepas interpretarlos, como hicieron los adivinos con los sueños de las vacas flacas y las vacas gordas de un antiguo faraón! Además, no podían hablar de mi sueño porque cuando ocurrió, ellos ya habían cerrado la edición.

No tuve tiempo de acudir a las gitanas. Mi experiencia con los horóscopos me ayudó a interpretar mi sueño y pude salvar lo más preciado de un ser humano: su vista, la irremplazable niña de los ojos.

Descorazonado, salí en busca del enano criminal. Parado en una esquina, a diez cuadras de casa, conversaba tranquilo. Cuando lo agarré del cuello, me miró sorprendido como si no matara una mosca. Con la mano derecha saqué el cuchillo de cocina que llevaba bajo mi camisa para después clavarlo, cinco veces, a la altura de su diminuto ombligo.

Despacio, como en una escena de cámara lenta, cayó el enano. Regresé a casa corriendo con el cuchillo ensangrentado. Después, ya todos lo saben, llegó la policía en mi búsqueda y ahora ya cumplí diez de los quince años que dictaminara el Juez. Pero, para suerte mía, mis ojos viven aún para responder, alegres, los guiños que hago frente al espejo del baño de la cárcel. Hoy, en el diario, mi horóscopo recomienda el número siete como número de suerte, el púrpura como color favorito y el chocolate como mi sabor especial. ¡Hoy es mi día! 

Velada 

CON EL PIE IZQUIERDO sobre una pequeña silla de madera, Víctor movía la cabeza al son de la música que él mismo interpretaba. Su pelo largo y lacio cubría, a ratos, su rostro. Al frente y a solo un metro de distancia lo miraba su cuñado, “enfrenando” un sombrero de paja. De pronto, este último lo comenzó a imitar.

Cada uno sostenía entre los brazos, un madero. Ninguno de los dos sabía inglés, pero las canciones de Los Beatles se oían nítidas, auténticas.

—¿Cómo es posible? —me pregunté—, ¿si las guitarras son burdos palos de escoba?

—Sí... —alguien respondió con firmeza—, por eso es que se escuchan fuertes, estereofónicas.

Era verdad.

Entonces, junto a Francisco y Nelson, y con guitarras invisibles, empezamos a mover la cabeza y a cantar.

Fue una velada inolvidable.

 

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* José Luis Aliaga Pereira (1959) nació en Sucre, provincia de Celendín, región Cajamarca, y escribe con el seudónimo literario Palujo. Tiene publicados un libro de cuentos titulado «Grama Arisca» y «El milagroso Taita Ishico» (cuento largo). Fue coautor con Olindo Aliaga, un historiador sucreño de Celendin, del vocero Karuacushma. También es uno de los editores de las revistas Fuscán y Resistencia Celendina. Prepara su segundo libro titulado: «Amagos de amor y de lucha».

 

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